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ENTREVISTA • Las ostras

Historias de ciudad sin mar

—por Demian Orosz—

La Voz del Interior, suplemento «Cultura en Vos»; Córdoba, sábado 19 de mayo de 2012. [Entre corchetes, los fragmentos ampliados en la versión online de la entrevista, publicada en el website del suplemento con el título “Historias de agua”].

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Las ostras es la tercera novela del escritor cordobés Martín Cristal. Está inspirada en parte en un libro de divulgación científica que atribuye emociones humanas a los animales marinos.

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MARTIN-CRISTAL-Las-ostras-(2012)-800pxUn libro se abre solo en una página que dice que las ostras tienen una inteligencia más bien escasa, pocos deseos ardientes (por el designio natural que les negó sexos separados) y una presunta incapacidad de experimentar envidia. Sin embargo, no serían ajenas a las emociones de la simpatía y la repulsión. Eso, pobres mariscos, trastorna la beatítifca tranquilidad en la que podría transcurrir su existencia.

Ese libro se llama Los misterios del mar, su autor es Manuel Aranda y Sanjuán, y se imprimió en Barcelona en 1891. Fue un regalo que el escritor cordobés Martín Cristal recibió de su padre. Un rato más tarde el libro se abrió solo, y después terminó dentro de otro libro que se llama Las ostras.

La tercera novela de Martín Cristal tiene un puñado de personajes que son al mismo tiempo los narradores, a través de monólogos breves, de historias que dilatan un tiempo concentradísimo en las pocas horas que dura Las ostras: hay un japonés que intenta llenar un vacío con criaturas en origami, un prototipo de depredador urbano, un adolescente abducido por la música, un niño todavía atrapado entre la realidad y la fantasía, un hombre que hace dieta, una mujer que quiere parar los relojes en un momento del pasado en que todo se rompió y una chica que recibe, como un regalo llegado a través de un túnel del tiempo, un libro que se llama Los misterios del mar.

[Todo sucede en Córdoba, ciudad a la que la novela le otorga, para curarla de su nostalgia oceánica, una suerte de «mar» metafórico (e incluso paródico), un ambiente acuático hecho de piscinas, peceras y una lluvia de dimensiones bíblicas, a lo que se añaden algunos otros guiños como la familia Fisherman (en inglés, pescador), la confusión cómica entre Miramar (en la costa atlántica) y Miramar (en Mar Chiquita) que deja a uno de los personajes clavado en la terminal de ómnibus o la banda de ese mismo personaje bautizada Las esponjas, en referencia doble a esos invertebrados marinos y a la autoconciencia etílica de sus músicos].

Las ostras (que se presentará el martes 22 a las 19.30 en Cocina de Culturas) es la primera novela de una ambiciosa tetralogía planeada por Cristal.

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UN HALLAZGO

—¿Cómo llegó a tus manos Los misterios del mar?

—Mi viejo fue galerista y anticuario hasta mediados de los noventa. Años después de retirarse, tuvo que liquidar un gran lote de antigüedades que tenía en un depósito —situación que en la novela aparece transfigurada y en otro contexto familiar [mi papá vive]—. Aquella vez fui a ayudarlo y, en medio del caos de objetos hermosos o inservibles, encontré un ejemplar de Los misterios del mar. Mi viejo me lo regaló. De vuelta, al hojearlo en el auto, el libro se abrió solito en la página donde se refiere a las ostras (párrafo que ahora es el primer epígrafe de la novela). Ya en casa, busqué si había otros fragmentos así, donde a las costumbres de un animal se las describiera en términos humanos. Resultó que había muchos más. Sentí que eran materia prima para la imaginación.

—¿Ese libro te ayudó a definir, en base a un plan que ya tenías, un aspecto central de Las ostras, o bien fue el disparador?

—Si te centrás en el carácter de varios personajes, o en algunos hechos narrados, entonces sí fue un disparador: algo de la fabulación nació de ahí (y creo que uno de los placeres del lector de Las ostras puede ser tratar de establecer las relaciones entre esas citas y lo que se narra, recorrer ese espacio mental). Ahora: si pensás en la forma de la novela, en su estructura coral, o incluso en su estilo, en las voces y su tono, ahí Los misterios… no pesó casi nada, porque sobre todo eso yo ya tenía varias cosas predefinidas. En lo formal, diría que el hallazgo del libro sólo gravitó en una cosa: inicialmente yo pretendía (entre otras cosas) hacer una «novela de agua», donde ese elemento fuera una presencia recurrente; después de leer el libro de Aranda y Sanjuán, elegí «el mar» como la expresión de esa «agua» metafórica (lo que agregaba un sentido irónico, porque la acción transcurre en Córdoba, muy lejos del mar).

—¿Por qué decidiste usar una visión de la naturaleza bastante «poética» como modelo para atribuirles rasgos y conductas a tus personajes?

—Sencillamente al encontrar el libro me sedujo por la idea, que fue más fuerte que yo. Esa intuición inicial me llevó a hacer una prueba sencilla: imprimí unas fichas con la sinopsis de algunas anécdotas que quería narrar, apuntes previos que había seleccionado por razones afectivas (que es por lo que elijo los temas últimamente). Y, por otro lado, imprimí unas tarjetas con las citas que había seleccionado de Los misterios del mar. Me senté en la alfombra y, como si jugara un solitario, me puse a buscar coincidencias. Cuando vi que se iba armando un rompecabezas, me dije: «voy a ir por acá». Los viejos apuntes fueron acomodándose y fusionándose con las nuevas anécdotas sugeridas por los animales marinos. Hubo varios bichos de mar alucinantes que quedaron afuera porque no logré encontrar su correlato en el plan creciente de la novela.

—Las de Las ostras son vidas infiltradas (para usar un símil líquido) por el dolor, por muertes recientes o por tragedias remotas pero que siguen latiendo. ¿Esta especie de magma de sufrimiento en el que los personajes flotan o se hunden era un dato que definiste previamente o se fue armando de esa manera en la escritura?

—Fue dándose así durante la escritura. Me encanta que en esa etapa del trabajo surjan cosas inesperadas. Está bien tener un plan antes de sentarse a escribir, pero mientras se escribe creo que hay que escuchar lo que el texto va pidiendo, e incluso dejar de pensar por un rato y darle duro al teclado sin detenerse a analizar lo que sale (que para eso habrá tiempo después). Uno de los primeros lectores del manuscrito fue el que me hizo notar que las pérdidas son un punto en común de los personajes; en el plano consciente, yo me había concentrado más en su necesidad de cambio, esa «mudanza» que les permita seguir adelante. Por otro lado, ojalá no todo en el texto sea «dolor y tragedia». He querido que, en la cuenta general, la novela aporte también su cuota de optimismo.

—¿Recordás alguna escena en particular que te haya ocasionado más dificultades que otras?

—El primer capítulo, y más específicamente el primer párrafo, que —quizás valga aclararlo— no necesariamente es lo que uno escribe primero en una novela. Otras partes requirieron de cierto «trabajo de campo», pero al momento de escribir no fueron difíciles precisamente gracias a esas averiguaciones previas. Un problema, los comienzos (hay un libro de Amos Oz muy interesante al respecto: La historia comienza). ¿Hay que ser efectivo o sutil, hay que golpear en la primera línea o ser progresivo, hay que ser franco o apelar al engaño, o sólo hay que establecer un tono, una voz, y lo demás no importa? Luego de garrapatear varias versiones para esta novela, mi respuesta sería que cualquiera de esas opciones puede funcionar porque, si hay alguna equivocación, ésta no reside en ninguna de esas estrategias, sino en ese «hay que» repetido en la pregunta. No existe preceptiva alguna; no puede haberla. Cada novela tiene que encontrar su propia puerta de entrada. Ésta la encontró en una especie de voz autorial que sólo dura ese capítulo, a modo de introducción, y que luego da paso a una alternancia de narradores-personajes.

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SALIR A PESCAR

—Es bastante impresionante un episodio en que sexo y muerte se solapan. El lector queda como a medio camino entre lo gratificante de un punto de excitación y el malestar de un desenlace pavoroso. ¿Tenés en mente la emoción que querés provocar cuando escribís?

—Monterroso, en su famoso decálogo, aconsejaba: «No olvides los sentimientos de los lectores. Por lo general es lo mejor que tienen; no como tú, que careces de ellos, pues de otro modo no intentarías meterte en este oficio». Sí, a veces pienso en la emoción del lector, pero si lo hago es desapasionadamente, como un asesino a sueldo. En especial al corregir el texto; antes de eso sólo habré tratado de evocar y recodificar mis propias emociones, sin por eso haber estado inmerso en ellas a la hora de escribir (Quiroga: otro decálogo). En cualquier caso, creo que escribir se trata menos de «provocar» algo que de salir a «pescar» ese algo, de la misma forma en que un pescador sale por la mañana hacia cierta zona del mar en la que «sabe» que hay atún o sardinas, aunque una vez ahí quizás pesque otra cosa, un pez espada o un tiburón. Siempre puede salir algo distinto que eso que «teníamos en mente» al arrancar. Hay que estar atento porque puede ser algo mejor, y si no lo pescás, se va.

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LAS VIDAS CERCANAS

Cristal utilizó en Las ostras algunos episodios familiares, pero pone distancia con la abundante «literatura del yo» y la autobiografía disfrazada.

—En la familia que integran Fish, Perla y su mamá se reconocen varios datos autobiográficos, ¿no es verdad? ¿Te guió alguna idea de algún tipo de homenaje familiar?

—No es homenaje ni tributo (ni del todo autobiográfico, la verdad). Lo familiar apareció, sí, como una de las tantas salidas posibles al proceso de rastrear afectivamente aquello que uno tiene para contar, eso que me implica y me concierne como persona, antes que sólo como escritor. Lo que viene después es transmutar esa materia prima personal en ficción, ya que no se trata sólo de endosarle al lector una autobiografía, sino de buscar aquellas historias cercanas a uno como punto de partida para ficcionalizar. Ojo que no hablo de la famosa «literatura del yo», donde el autor pone su propia vida como centro y luego la disfraza un poco. No es mi historia la que importa: son las historias de la familia, las del vecino o el amigo, las del entorno afectivamente cercano, inserto en la clase social o la ciudad a la que pertenecés y que por ende conocés mejor… Lo que busco es escarbar en mi reservorio sentimental, que esas historias pasen por mi imaginación como filtro, y que después salgan al mundo convertidas en literatura.

[—Sos un lector muy inquieto, como diría una bibliotecaria que debiera atender tus pedidos. Tus textos de crítica y tu actividad en el blog muestran un arco muy variado. La pregunta es: ¿podés señalar, además de Los misterios del mar, cuáles de esas lecturas han encontrado vasos comunicantes hacia tu escritura?]

[—Las más tempranas son cuentistas como Poe, Bradbury, Cortázar, Levrero o Borges, presentes en los relatos fantásticos de Las alas de un pez espada y Manual de evasiones imposibles. Ahí se da una ampliación de registro hacia el realismo, en la que tuvieron que ver la mirada de Clarice Lispector (Lazos de familia) y el best of Fogwill destilado en Cantos de marineros en La Pampa. Después publiqué Mapamundi, que siento más mío, donde me incliné por el manejo de las voces, la variación de las formas y por dejar correr más libremente cierto sentido del humor; en eso se suman lecturas de Rubem Fonseca, Isidoro Blaisten, algo de Efraím Kishón y el descubrimiento de Hebe Uhart. Más tarde agregaría también a John Cheever, del que se aprende que es posible narrar sin miedo a interpolar reflexiones propias, y otros robos variados al J. D. Salinger de los Nueve cuentos.

En lo novelístico, el que me presenta primero las posibilidades formales del género (que luego estallarían en mi cabeza con Las olas de Woolf y el Ulises de Joyce) es William Faulkner —Mientras agonizo, por ejemplo, fue una referencia directa que usé para estudiar el intercalado de las voces en Las ostras—. Faulkner además enseña que no hay inconveniente en narrar acerca de tu lugar de origen, y que pensar un designio general para la obra completa es un problema que merece atención. Otros novelistas a quienes siempre intento desvalijar: Amos Oz, en especial el estilo y el tono de Un descanso verdadero; John Fante, su seca intensidad y la sinceridad brutal de Pregúntale al polvo; Manuel Puig, sus diálogos perfectos en Cae la noche tropical; Ítalo Svevo, el humor introspectivo de La conciencia de Zeno; Paul Auster, su ritmo narrativo en El palacio de la luna; y Roberto Bolaño, la desmesura de Los detectives salvajes. No estoy ni cerca de ninguno, pero sigo intentándolo. En el futuro también asaltaré a Aleksandar Hemon, de quien ahora estoy leyendo El proyecto Lázaro. Y he vuelto a leer ciencia ficción: quién sabe qué pueda salir de ahí…]

[—¿Cómo escritor te sentís afín a alguna tradición? ¿Eventualmente eso supone una autoexigencia extra?]

[—Si me dan a elegir a mis precursores, algún día me gustaría poder aspirar al linaje de Los detectives salvajes de Roberto Bolaño, que se ubica bajo Rayuela de Cortázar, la cual le debe mucho al Adán Buenosayres de Marechal, que a su vez desciende de dos líneas entrelazadas, el Ulises de Joyce y la Comedia de Dante, y por ende de Virgilio y de Homero. En esa genealogía literaria reconozco placeres que me definen como lector, y por ende desearía que esos autores dejen alguna huella mínima en lo que escribo o escribiré. Son ideales inalcanzables, pero es el horizonte que me inspira a caminar. Mientras, no olvido lo que decía Saer, aquello de que a las influencias no basta sólo con declararlas: también hay que merecerlas.] |

[—¿Podés contar algo más acerca de la tetralogía que conformaría Las ostras?]

[—Lo que quiero es escribir cuatro novelas que a la larga puedan funcionar como núcleo de ese átomo literario que podría llamar «mi obra». Alrededor girarían otros libros, con órbitas más o menos cercanas o cruces más o menos tangenciales según cada caso. Esto surgió de la inquietud de si para ser escritor sólo basta con publicar un libro tras otro, o si por el contrario conviene integrar esas publicaciones en un plan mayor que las abarque, inquietud cuya legitimidad me confirmó Faulkner en su famosa entrevista para The Paris Review. Yo quería buscar cierta integración, pero sin caer en la trampa del «programa» escritural que después te esclaviza porque confunde «definirse» con «confinarse». Me pareció que una tetralogía, que es un proyecto con peso pero con un cierre, ofrece una puerta de salida, una bisagra. Pasado ese punto, y ante la amenaza del autoaburrimiento, se puede cambiar de rumbo sin miedo, como un pintor trabaja una serie y un día dice: «listo, paso a otra cosa». La tetralogía puede quedar como un proyecto independiente y cerrado en sí mismo, o bien volverse ese núcleo para todo lo demás. Veremos, dijo Steve Wonder.

En cuanto a la forma del proyecto en sí —y siempre en el plano del deseo—, por lo pronto sé que las novelas buscarán abarcar al menos cuatro generaciones de personajes, que en lo estético cada una intentará conectar su poética con uno de los cuatro elementos clásicos —Las ostras es la novela de «agua»—, que el tiempo será plástico y no correlativo en todas ellas, que tendrán títulos cortos, que compartirán algunos personajes pero que su continuidad no estará dada en la forma de una «saga» (continuación argumental), sino en el sentido de las relaciones estéticas que puedan establecerse entre los cuatro textos. También que la segunda será más larga y expansiva que la primera, que la tercera tratará de ser más desmesurada, libre y descontrolada, y que la cuarta, como un testigo cuerdo de la insanía anterior, tratará de volver a la brevedad y la forma medida y controlada. De las historias en sí no digo nada para no sentir que publico antes de escribir, que es lo que recomendaba Osvaldo Lamborghini, salvo que a mí Lamborghini me gusta poco y nada.] ♦