MENU
ENTREVISTA • El camino del peyote y otras crónicas de viaje

Peregrinación hacia uno mismo

—por Demian Orosz—

La Voz del Interior (Córdoba), suplemento «Número Cero», domingo 14 de octubre de 2018. [Entre corchetes, los fragmentos de la versión ampliada de la entrevista, publicada en el website del diario].

________________

|

El camino del peyote y otras crónicas de viaje reúne textos del escritor cordobés sobre México y experiencias con sustancias alucinógenas.

|
MARTIN-CRISTAL-El-camino-del-peyote-cronicas-de-viaje-(2018)-300pxEjercicios de sometimiento voluntario de la sobriedad. Tácticas de evasión de la realidad. Encuentros cercanos con entidades espirituales. Expectativa de reviente mezclada con desinhibidores sociales. Martín Cristal descartó muchas de las formas de entender el consumo de sustancias psicodélicas y eligió seguir el camino de la curiosidad. Sin justificaciones ni adornos.

Lo cuenta en el texto que abre El camino del peyote y otras crónicas de viaje, un libro que recopila relatos basados en experiencias en México (más un par de incursiones por Guatemala y por Belice), antes de que el milenio pegara la vuelta. Versiones menos extensas de varias de estas crónicas se publicaron en la sección “Días contados” de La Voz. También se incluye un puñado de textos que hasta ahora estaban inéditos.

“El camino del peyote” es uno de los “viajes dentro del viaje” por los estados del sur y del sudeste de México. Bien al comienzo del libro, el escritor cordobés cuenta que no tenía la expectativa de que la experiencia con el peyote encajara con interpretaciones místico-antropológicas, ni con las búsquedas new age.

El peyote tiene un rol central en los libros de Carlos Castaneda que hace décadas causaban furor, como Las enseñanzas de Don Juan. Es un cactus que crece en zonas desérticas, conocido y buscado por la potencia alucinógena de sus alcaloides, principalmente la mezcalina.

La planta es considerada una entidad sagrada por la etnia huichol. Cristal, por el contrario, había descartado en la previa cualquier significado ritual y le atribuye a una especie de inclinación curiosa de máxima pureza su decisión de adentrarse en el desierto de San Luis Potosí para experimentar de qué va un viaje disparado por la ingesta de los amargos gajos del cactus.

Completan el libro otras siete crónicas (un recorrido por cantinas de Ciudad de México, la amenaza latente de terremotos, dos tardes de toros en la Monumental, entre otras), que cierra con un extraordinario relato sobre un trip de hongos alucinógenos.

Cristal (Córdoba, 1972) es autor de libros de cuentos como Manual de evasiones imposibles y Mapamundi, de novelas como Bares vacíos, La casa del admirador y Aplauso sin fin (inédita, premiada en España en 2017), y de una ambiciosa tetralogía novelística en proceso a la cual pertenecen Las ostras y Mil surcos.

[Su blog El pez volador compila escritos y una serie asombrosa de infografías literarias. El índice de esta edición de El camino del peyote es una pequeña muestra de esos originales trabajos].

|

VIAJES EN EL TIEMPO

—¿Qué te dejó la experiencia con el peyote? ¿Creés que por esa vía se puede llegar a un lugar de “conocimiento” o iluminación (aunque sea profana)?

—Soy demasiado escéptico de fábrica como para aceptar, para mí mismo, la posibilidad de una iluminación o el acceso a alguna instancia de “lo divino” o de “lo sagrado”. Reconozco que, de existir esa instancia, es quizás ese mismo escepticismo mío el que me la clausura de antemano. En estas experiencias de alteración de los sentidos, el poder de la sugestión no puede soslayarse: uno va detrás de lo que persigue. A veces lo alcanza, o cree alcanzarlo. Yo no iba detrás de eso. Quería saber la experiencia en sí, no usarla como llave para otra cosa. Me inclino más a reconocer estas experiencias como vías de autoconocimiento: ahí entra lo de explorar otros niveles de conciencia. El derribamiento temporal de algunas barreras interiores, el descubrimiento de zonas nuevas y de algunas limitaciones personales, el aprendizaje sobre lo perceptual, sobre nuestra construcción de lo real. Y, en mi caso, la contribución general de todo esto a un proceso madurativo que se enmarcó en el que ya había disparado mi viaje por México.

—¿Cómo fue el proceso de escritura sobre el “viaje”? ¿Tenías algún tipo de registro de visiones o sensaciones?

—No tomé notas durante la experiencia (como sí lo hizo Carlos Riccardo en sus Cuadernos del peyote, lectura que recomiendo). A los tres días de la ingesta estaba de vuelta en la Ciudad de México; escribí todo de una sentada, sin preocuparme por el estilo, sino sólo por registrar fielmente lo percibido. La experiencia estaba fresca y había sido impactante, así que pude reconstruir la mayor parte. Toda esa semana, sin embargo, reaparecieron detalles que se me habían deslizado; los fui intercalando en el mismo archivo, cuya única finalidad, en ese momento, era la del típico diario de viaje. Diez años después, la revista Diccionario me invitó a colaborar con algún texto relativo a la letra W. Recordé que en mi registro sobre el peyote había varias W: Wirikuta, Wadley… Ahí consideré publicarlo, y trabajé el pulido del texto. La crónica completa salió en una edición cartonera de 2012, pero creo que es en esta edición de Postales Japonesas donde el texto cobra su justa dimensión: nunca pretendió “iluminar” a terceros sobre la experiencia ni filosofar a partir de ella, sino dar un modesto testimonio como viajero.

—Anotás que “los viajes son condensadores de tiempo”. ¿A qué te referís?

—Creo que los viajes —no el tour de fin de semana, no la vacación all inclusive, sino los verdaderos viajes— son también peregrinajes interiores. El tiempo que a uno le llevaría adquirir ciertas experiencias y aprendizajes en una rutina urbana plácida y constante se comprime en el contexto móvil y variado de un viaje. No hablo de que llenes más rápido tu Instagram o tu repisa de souvenirs, sino de la maduración, del autoconocimiento que se acelera por el cambio de contexto. Si todo cambia a tu alrededor, entonces la constante podrías ser vos. ¿Y quién sos vos? Alguien que, en muchos aspectos, está cambiando, también. Esa es la paradoja que estás aprendiendo, en un tiempo que se adensa y se acorta: el del viaje.

[—En la crónica final, cuando narrás el trip de hongos, contás que en un momento se te vino encima una especie de certeza brutal sobre la necesidad de escribir en base a experiencias. De atar la escritura a algo vivido, en detrimento de las herramientas de la imaginación. Culminado el trip ¿dónde quedaste parado en relación a esa supuesta disputa?]

[—Esa alarma después se serenó un poco. Faulkner decía que un escritor necesita tres cosas: experiencia, observación e imaginación. Y aclaraba que uno solo de esos requisitos, bien desarrollado, podía suplir la falta de los otros dos. Yo publiqué mi primer libro a los 25. Ahí primó la imaginación; los otros factores no estaban tan desarrollados. Los viajes confieren experiencia, aprendizajes. Y si dentro de esos viajes tenés, además, un trip de hongos, podés recibir una bienvenida paliza de autoconocimiento. Experiencia, pero en fast forward. La alarma que me sonó en medio del trip fue que había que ganarse más herramientas para escribir. No perder jamás la imaginación, pero incorporar también la experiencia… y, agrego hoy, la observación, que viajando también se desarrolla, al constatar similitudes y diferencias entre personas, costumbres y usos del lenguaje.]


[—Hay un filo humorístico que funciona muy bien en esa crónica, “Linterna de la verdad”. ¿Es algo que trabajaste deliberadamente?]

[—No fue deliberado, pero si está, me alegra. Supongo que salió así porque la experiencia de los hongos en sí misma tuvo momentos muy divertidos. Su contexto fue muy distinto respecto de la del peyote. La diferencia esencial: un viaje fue con amigos, y el otro, entre desconocidos. Eso lo cambia todo.]

|

[DIVINO TESORO]

[—La mayoría de las crónicas que reunís ahora en el libro refieren a un tiempo de juventud. En varias de ellas titila una idea que asocia el viaje a la intrepidez, a pegar saltos sin pensar en los riesgos. Y hay apreciaciones sobre el hecho de alcanzar la madurez que vinculás con la adquisición de un miedo). ¿Creés que se cerró en tu vida esa hora de aventura?]

[—En el libro menciono que seguía ciertos “impulsos ciegos” que hoy me asombran un poco. Digo que hoy los percibo “desgastados”, e incluso dejo abierta la puerta a que sólo estén “aletargados”… pero, la verdad, creo que la única “hora de aventura” que me queda es la de Finn y Jake en la tele. Es muy probable que ya no vuelva a viajar nunca de aquella manera. Soy mucho más sedentario ahora. Quiero escribir con regularidad, y cierta rutina no le viene mal a ese deseo. Además vivo en familia. Tengo otras (más) responsabilidades. Entre ellas, una hija: el miedo quizás viene de lo que pueda pasar cuando a ella le llegue el día de viajar y tenga ganas de hacer las mismas locuras. Habrá que enseñarle a cuidarse y desearle suerte.]


[—¿Sos lector de crónicas, un género en auge en los últimos años? ¿Te atrae en particular la literatura de viajes?]

[—No tanto, la verdad. Soy –sigo siendo, a pesar de las modas y los auges– sobre todo un lector de ficciones. Los viajes me interesan mucho, pero como lector los he disfrutado más en la ficción, donde constituyen uno de los tópicos narrativos más antiguos (basta con recordar la Odisea). Será también porque mis primeras lecturas implicaban, además de aventuras, viajes: La isla del tesoro, 20.000 leguas de viaje submarino, La vuelta al mundo en 80 días, Miguel Strogoff… Por otro lado, como escritor, mi primer intento de volcar algunas experiencias personales de viajero tampoco fue en forma de crónica, sino de ficción, en los cuentos de Mapamundi (2005)].

[—¿Cómo avanza la tercera novela de la tetralogía?]

[—Avanzo lentamente con la tercera de las cuatro novelas. Esta vez le toca el turno al elemento Aire (que propicia olores y sonidos): va a regir la poética de esta novela tal como a Las ostras la regía el Agua, y a Mil surcos, la Tierra. El tiempo narrativo de esta tercera novela es el presente, y su acción se centra en la etapa vital de la juventud, por lo que reaparecen personajes de la generación de “los hijos” (como Fish, el adolescente de Las ostras, sólo que aquí lo reencontramos siete años después). Todo transcurre alrededor de (y durante) una fiesta, en tiempo real: desde que se les ocurre hacerla hasta que se va el último invitado. En la construcción de la novela, el diálogo será la estrategia discursiva fundamental.] ♦