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CRÍTICA

Los incendios

—por Federico Ferroggiaro—

Reseña publicada en El Diletante. 23 de noviembre de 2022.

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MARTIN-CRISTAL-Los-incendios-(2022)Las vacaciones y el viaje turístico resultan experiencias que el imaginario de los trabajadores, enmarañados en la repetición de rutinas alienantes durante los meses laborales, siempre proyecta como gratificantes y placenteras. Un oasis de disfrute y relajación, o de aventura, lejos de casa, de la ciudad y sus ritmos; una oportunidad para el reencuentro con uno mismo, o con la familia, para la reconciliación con los otros, para el autodescubrimiento. Pero, para que surja una historia que merezca ser contada, dado que, alterando la célebre máxima de Tolstoi: “todos los viajes y las vacaciones felices se parecen unas a otras”, lo extraordinario o la fatalidad deben meter su cola para que la narración se origine. Como todo, entonces, estos paréntesis de ocio con traslados y estadía incluidos también son materia de la literatura. Ya sea como ensayo: Teoría del viaje, de Michel Onfray, o como ficciones: Tú, mío, de Erri de Luca; Tercera fuente, de Noe Jitrik y El sol, de Virginia Ducler, solo lanzando una mirada aleatoria por los lomos que están visibles en mi biblioteca.

En un ejercicio de reduccionismo, Los incendios, de Martín Cristal, publicado en 2022 por Caballo Negro, podría ubicarse ahí: en esa tradición literaria de los viajes malogrados, de las vacaciones traumáticas. Sin embargo, le negaríamos así otras atractivas filiaciones, como la del policial o de la inminente distopía, excluyendo líneas de lectura que arden y nos sofocan en las llamas de estos incendios.

Un cuarteto de cabañas, que conforman los puntos cardinales de un precario complejo turístico en las sierras cordobesas donde, inconfundibles síntomas de la decadencia, se suceden los apagones, hay una pileta vacía con las cicatrices frescas de las “parchadas”, la señal de internet es inestable, la televisión por cable no funciona por falta de pago y los juegos para niños se alzan entre los yuyos como atractivas invitaciones a los accidentes. Este es el sitio en el cual el narrador nos deposita luego de una presentación que nos advierte que las cuatro se encuentran ocupadas: “la primera, por una familia de cuatro integrantes. La segunda, por un hombre solo. La tercera, por una mujer y un chico. La última, por el dueño del predio”.

Cada uno de los cuatro capítulos se focaliza en una de las cabañas, identificadas por la posición que ocupan en la rosa de los vientos: cabañas Norte, Sur, Este y Oeste. Y aunque sospechemos que cada una de ellas es un microcosmos aislado, un sistema cerrado que funciona con sus propias reglas, marcado por el pasado —y el presente— que le otorgan espesor, profundidad a cada uno de los personajes, y les dan una forma única y humana, verosímil; en realidad, estamos frente a vectores que se cruzan en ciertos puntos de ese espacio, que se escuchan, que se juzgan con dureza o crueldad, ignorando los conflictos, los dolores, las angustias y miserias que soportan sus vecinos del complejo. Quizás no venga al caso, o haya referencias más eruditas para proponer, pero las asociaciones son así: caprichosas. Por el modo de narrar, Los incendios me trajo a la memoria el filme Babel (2006), de Alejandro González Iñárritu, con su conjunto de historias interrelacionadas que se resuelven fuera de secuencia.

Algo así sucede en la cabaña Norte con Fish, Kitty y sus gemelas terribles, que aunque cumplen el anhelo de la pa(ma)ternidad postergada, no alcanzan a satisfacer otros deseos y proyectos personales frustrados; o en la Sur, con Sergio Ceballos, el alcohólico rehabilitado que busca, siguiendo las desenhebradas pistas que lo llevaron hasta ahí, identificar al asesino de su hermana, una vedette caída en desgracia, un cuerpo desechable y desechado después de haber sido consumido por el mundo del espectáculo. O en la cabaña Este, donde Silvia, atravesada por la amargura de la ruptura amorosa, debe aguantar y entretener a Claudito, el niño albino que extraña a Charo, su otra madre. Y, sin dudas, en la Oeste, el domicilio permanente del dueño de las instalaciones, Juan Pardo, con quien ya nos cruzamos repetidas veces —los lectores, los personajes— en los capítulos (o cabañas) anteriores, lo suficiente como para despreciarlo por su ruindad y sus versos de ínfimo estafador cansado. Juan, quien bajo la máscara del solícito casero, “Un boludo más que cree que ponerse unas cabañitas en las sierras es una linda forma de retirarse del mundo”, oculta sus vínculos criminales con lo más sórdido de la política.

Acercándose al complejo, amenazándolo, se respira su humo y se ven los incendios que asedian el valle. La postal cotidiana —para quienes vivimos a orillas del Paraná o en Córdoba— de las quemas salvajes provocadas por aquellos que concentran la propiedad de las tierras y en nombre de sus “derechos” son los artífices de los ecocidios y los responsables de sus consecuencias. Como el calor asesino del verano, el fuego está ahí, cada vez más próximo, como in crescendo: la banda sonora del relato.

Casi naturalmente, comprendemos que Los incendios se convierte en la biografía de los ‘quemados’. Cada personaje a su manera, con su significado, pero todos y cada uno de ellos quemados.” Federico Ferroggiaro

Entonces, casi naturalmente, comprendemos que Los incendios se convierte en la biografía de los “quemados”. Cada personaje a su manera, con su significado, pero todos y cada uno de ellos quemados. Sin agotar la lista: quemado Ceballos por el odio y la venganza; quemado Fish por la certeza de su juventud desperdiciada e irrecuperable; quemado Claudito, que ha sido convertido en un meme de fama universal que simboliza a los perdedores, al fracaso, por una desafortunada foto que tomó y compartió en las redes su madre ausente, Charo…

Además, un inquietante acierto de la novela es el tiempo, la época en la que suceden las acciones narradas. Es el futuro sí, pero un futuro que está ahí, solo a un par de pasos. Un futuro que es el presente apenas alterado por mínimos progresos tecnológicos —taxis sin chofer, drones hidrantes— y por el agravamiento bestial de los males conocidos. Un futuro del cual nuestro presente, este, el de la lectura, es su pasado cercano. El efecto de oscilar entre lo familiar y lo ligeramente extraño descoloca e incomoda al confirmar la continuidad inmutable del “progreso” en el que nos estamos quemando. Artífice de un pequeño mundo, un complejo de cabañas a punto de ser devorado por las llamas, Martín Cristal —¿“el escritor en que Claudito habrá de convertirse”?— nos entrega una obra de una arquitectura prodigiosa: el diseño es exquisito; la construcción, armónica y las terminaciones, finísimas porque eluden el exceso y el barroquismo pero aun así, con cada personaje, percibimos la vasta polisemia de los incendios. ♦