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Presentación

El camino del peyote

—por Sebastián Pons—

Casona Municipal, Córdoba, Argentina. 12 de diciembre de 2012.

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MARTIN-CRISTAL-El-camino-del-peyote-(2012)-800pxEl libro de Martín Cristal tiene lo que algunos deseamos en una crónica de este tipo: la narración de hechos interesantes (verdaderamente interesantes), la sensación de que la obra fluye con la lectura —o la lectura con la obra— y, sobre todo, el trabajo a veces imperceptible, pero fundamental, de lo literario: quizá no en una supuesta ficción del contenido, sino en las elecciones y el cuidado de la forma. Ahora bien, en cierto punto quizá también hablamos de lo otro; como tantos escritores y filósofos lo han destacado, no existe en verdad una separación entre forma y contenido: la elección de un estilo, de una manera de narrar, es por sí misma una elección por el contenido, y viceversa: cuando se llega a comprender cabalmente qué se quiere contar, ya se ha dado con una forma de hacerlo. No digo que esto suceda en todos los casos de escritura, pero intuyo que este doble mecanismo accionado en simultáneo —o el simple hecho de que no hay doble mecanismo sino en la perspectiva de dualidades de la desgastada cultura occidental— se produce en aquellos narradores que escriben con maestría. Y es lo que voy encontrando en producciones más maduras de Martín Cristal. En relación con esta crónica, quiero decir que nunca sabremos si todo lo contado en ella es la narrativización de la más pura experiencia, una grandísima ficción que se va desprendiendo del todo de la realidad objetiva, o una mezcla de ambas, un medio término, un “a mitad de camino entre”. Pero qué podría importar la veracidad o la credibilidad cuando la forma es literaria desde sus entrañas. En todo caso habría que aceptar esta verdad: para el que sabe escribir, toda experiencia narrada —y quizá incluso vivida— no puede ser otra cosa que literatura. Es esto lo que sucede con El camino del peyote.

Sobre la múltiple relación entre la droga y la literatura, podría recurrir a una fácil y desgastada genealogía que el propio libro y el mismísimo nombre del autor sugieren: me remontaría al exquisito poema “Matrimonio entre el cielo y el infierno”, de William Blake, más precisamente al apartado que dice —en mi insatisfactoria traducción—: “Si las puertas de la percepción se limpiaran, todo aparecería a los hombres como realmente es: infinito / Pues el hombre está confinado en sí mismo hasta ver todas las cosas a través de las estrechas rendijas de su caverna”. Luego contaría lo que todos saben: que Aldous Huxley, uno de los grandes escritores que experimentó con drogas, tomó de aquel verso del romántico inglés las palabras que darían título a su libro The Doors of Perception (Las puertas de la percepción). Y ya hacia el final, llegaría a lo que todas nuestras generaciones saben: Jim Morrison, amante del desierto, habría abrevado en aquel libro de Huxley y en aquel verso de Blake para bautizar a su grupo: The Doors. Y así la genealogía cerraría de forma mágica, chamánica, porque además de que Morrison se nombra en la crónica de Cristal, los sentidos abiertos para ver cada cosa en sí misma nos llevarían a aquella canción epifánica: “Before you slip into unconsciousness…”. Hablo del comienzo de “The Crystal Ship”: “Antes de que resbales dentro de la inconsciencia”. Qué fácil, entonces, llegar a los versos finales de la misma canción y pensar en el viaje psicodélico del autor de la crónica: “El barco de Cristal está siendo llenado, un millar de chicas, un millar de emociones, un millón de formas de pasar el tiempo…”.

Como dije, podría recurrir a una genealogía tan sencilla: Blake, las puertas de la percepción, Huxley y sus experiencias con la mezcalina, Jim Morrison en el desierto, The Doors, The Crystal Ship, la nave literaria de (Martín) Cristal. Pero, aunque la mencioné, vamos a obviarla. Cuando finalicé la lectura de El camino del peyote, me puse a pensar en las obras que había leído, desde ensayos hasta poesías, en las que se daba un despliegue de las relaciones droga-literatura. Recordé una primera lectura al respecto, muy temprana: la monografía que su autor, Charles Baudelaire, tituló “El poema del hachís”. Apenas me vuelvo a embarcar en ella, me sale al paso esta revelación inicial:

Quienes saben observarse a sí mismos y conservan el recuerdo de sus impresiones, quienes han sabido, como Hoffmann, construir su barómetro espiritual, han debido anotar a veces, en el observatorio de su pensamiento, bellas estaciones, jornadas felices, deliciosos minutos.

Es básicamente la propuesta de Martín al escribir su crónica, pero extrayendo del observatorio de su pensamiento tales anotaciones y volcándolas en el papel. Baudelaire avanza en esa especie de estudio sobre los efectos del hachís y llego a otro bello pensamiento, casi una advertencia sobre el consumo:

Presumo que habéis tenido la precaución de elegir bien el momento para esa expedición aventurera. Todo libertinaje perfecto requiere un ocio perfecto.

Cristal, el de hace más de una década, el cronicado, se encuentra justo en ese momento, disfrutando, viajando, buscando experiencia, transitando, como dice la canción de The Doors, “un millar de emociones, un millón de maneras de pasar el tiempo”. Pero su ocio es más perfecto aún, porque, mis queridos amigos, hay esfuerzo también en el tiempo libre, en la forma de aprovecharlo, y no hay ocio más perfecto que aquel que se sabe que llega a su fin. En efecto, el personaje de El viaje del peyote se encuentra ante los portales de una nueva etapa en su vida: jornadas de responsabilidad lo aguardan, está a punto de comenzar un trabajo estable, y entonces debe aprovechar lo que le queda, debe esforzarse en el ocio.

Y llego de inmediato a la última observación del poeta francés: Charles advierte a los que sienten curiosidad, les dice que no hay nada milagroso en el hachís, nada más que el exceso:

El cerebro y el organismo en los que actúa el hachís sólo pondrán de manifiesto sus fenómenos ordinarios e individuales, ciertamente aumentados en cuanto al número y la energía, pero siempre fieles a su origen. El hombre no eludirá la fatalidad de su temperamento físico y moral; para las impresiones y los pensamientos familiares del hombre será el hachís un espejo de aumento, pero sólo un espejo.

En las visiones y sensaciones de su trip emerge una característica muy placentera de su literatura, presente también en los que —supongo— son algunos de sus escritores predilectos, como James Joyce o Mario Levrero. Me refiero a las relaciones mutuamente iluminadoras y embebidas de humor y maestría entre la cultura popular y la llamada alta cultura.” Sebastián PonsCristal en un momento de su escritura de viaje se pregunta si las figuras geométricas que ve bajo los efectos de la droga son recuerdos excitados de las artesanías aborígenes o si, por el contrario, los huicholes las elaboraron a partir de esos viajes. Pero, a pesar de esa supuesta sabiduría dada por una experiencia libre de preconceptos, no podemos dejar de notar que en las visiones y sensaciones de su trip emerge una característica muy placentera de su literatura, presente también en los que —supongo— son algunos de sus escritores predilectos, como James Joyce o Mario Levrero. Me refiero a las relaciones mutuamente iluminadoras y embebidas de humor y maestría entre la cultura popular y la llamada alta cultura. Es así que menciona al gliptodonte del Adán Buenosayres y también al coyote propio de esa región, a Joan Miró y a Carlos Santana. En sus visiones Matt Groening está al lado de Kandinsky, Miguel Ángel junto a Magú (el historietista mexicano), Quino junto a la pintura rupestre, y así. Como sucede con Odiseo, como en las salidas del Quijote, como en la escapada de Holden Caulfield, como en el viaje a la oscura ciudad de Cacodelphia, en El camino del peyote importa el trayecto, importan las postas, importa qué se ingiere en el camino y los malestares y los estados de plenitud, pero nada de esto es posible sin una perspectiva, un conciencia, un viajero. ♦