Museo de las Mujeres (MUMU), Córdoba, Argentina, 18 de noviembre de 2014.
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El lugar desde el que Martín elige novelar la memoria familiar, es uno en el que las historias (con minúsculas) entran en turbulento contacto con la Historia (la de las mayúsculas). Pero este vínculo no responde aquí a una fórmula genérica, ni a ningún otro molde por el estilo. En Mil surcos la Historia no es un mero telón de fondo para escenas trilladas y rutinarias, sino que ambas, las historias y la Historia, aportan ambas en partes iguales con la imaginación novelística, para operar las tres juntas sin otras reglas que las que define, se impone y propone, un autor.
Es en el trabajo con la lengua donde esos tres mundos se congregan para tomar impulso mutuamente. Una lengua que está viva, que cambia y se mantiene, se exilia y se aquerencia, fuerza y es forzada, se adapta a causas y también a azares; igual que los personajes que la hablan y la viven. Que más allá de sus diferentes orígenes geográficos, terminan hablando y siendo hablados por esa lengua que no es otra sino la nuestra, atravesada, como tantas otras, por contingencias de todo tipo. Mil surcos es por donde se la mire una novela argentina, y desde luego, también cordobesa. Porque más allá de la obvia cuestión de ciertas locaciones, hay algo mucho más profundo y es la cuestión innegable del multiculturalismo cordobés. Claro, esto puede sonar raro en la tierra donde charlatanes importantes se despacharon primero con disparatadas pretensiones de insularidad, y no hace mucho, con vaporosas neo-ideologías locales. Pero sin duda alguna Córdoba es eso que la novela retrata: esos judíos ucranianos, rusos y alemanes; esos japoneses argentino-peruanos; ese oscuro y tenaz comerciante siciliano. Y más allá de los límites de esta novela, tantas otras historias posibles: el descendiente de comechingones, el yesero boliviano, la moza peruana, el nutricionista haitiano, la pareja de vendedores de relojes senegaleses. Y junto a ellos, nosotros, los que podríamos llamarnos «la Córdoba blanca»; más toda esa multitudinaria Córdoba a la que solemos llamar «negra», y con la que los «blancos» no sabemos muy bien qué hacer. Fíjense entonces toda la piedra que tenemos para picar si la idea es hacer hablar a esta ciudad…
Pero volviendo a Mil surcos, decíamos que efectivamente, en ese retrato de la ciudad está una de sus más poderosas claves de lectura. Un retrato en el que la novela no está sola, sino que forma parte de un conjunto más grande que la incluye, un cuarteto o tetralogía de libros. Pero creo que a esta altura, con medio ciclo concluido, ya se ha hablado bastante de esa «grandeza», y poco de ciertas «chiquezas» (o «medianezas») que me importan mucho porque, a mi entender, sirven para sostener al conjunto entero. Entonces no quiero pasarlas por alto.
En primer lugar quiero referirme a la atención por el detalle, algo que ya era evidente en Las ostras, con sus escenas memorables de la rata en la pileta o los peces muertos, por ejemplo, para mencionar algo que aquí ya hayan leído todos, o casi. Martín sabe que es en los detalles donde se funda la verosimilitud, y gracias a ellos es que aquí las distintas escenas, sean del ’18, del ’42, del ’67 o del 2012, cobran todas una vida plena en la página. Ya lo sabemos, no hay tejido monumental sin especial atención en cada puntada, en cada bordado fino. Y en este sentido también quiero destacar lo que llamaría un trabajo artesanal de montaje, no sólo de historias sino también (y muy especialmente) de procedimientos narrativos. En Las ostras se trataba de las horas de un día; en Mil surcos son las décadas de un siglo. Y en ambas novelas, el conjunto de ese ensamblaje ayuda a potenciar un aspecto temático que me atrae especialmente, no sólo en este proyecto de Martín sino en toda su narrativa.
En la presentación de Las ostras que hace dos años hizo Pablo Dema, él ofrecía, palabras más palabras menos, la siguiente imagen: un miembro de la tribu que estaba tratando de decirnos algo; algo misterioso que sin embargo no podría ser descifrado sino por cada lector, y de un modo especial en cada caso. De acuerdo: entonces voy a intentar contarles mi experiencia particular de ese misterio (sin spoilearles la fiesta, no se asusten):
Lo que me parece que Martín nos está queriendo decir, es algo que tiene que ver, sobre todo, con la alegría. Pero una alegría que no le esconde el bulto a lo otro, a lo que duele, lo que pesa, ese alto precio de vida que pagamos por vivir. Hay muchos aquí que lo conocen más que yo, y van a corregirme si ando errado. Mi impresión es que a Martín le gusta estar en el mundo, se las arregla para pasarla bien en este lugar tan raro. Y tenemos la suerte de que escriba libros, porque así puede transmitirnos su particular alegría: la de su relación con las personas, con el arte, con el deporte (me ilusiono con alguna historia de básquet), y ni hablar de su relación con los libros… Es más, fíjense en esto que les voy a decir porque es muy raro de encontrar: ¡este tipo hasta parece disfrutar de su trabajo! Tanto su blog, como ciertos condimentos gráficos de sus libros, me dan esa sensación.
Esa alegría, alegría de estar en el mundo, Martín la transmite a sus historias y personajes. Hay que leer las cosas que les pasan, y ver cómo ellos, simplemente, siguen. Es cuestión de leer estas historias, y reparar en que así es la vida de la mayoría de la gente, tanto en nuestras familias como en el mundo entero. Todos movidos por una fuerza misteriosa que no se termina de explicar con el mero impulso de vida; no en el caso de estas extrañas criaturas que aun conociendo su destino final, eligen no bajar de ningún modo los brazos. No creo que llegue a saber a ciencia cierta qué es lo que los mueve, pero ¿saben qué?, tengo una sospecha.
Para mí que en las venas, tienen jugo de tomate frío. ♦